Miles, millones de niños murieron en el siglo XX víctimas de la violencia asesina de quienes promueven y participan en los conflictos bélicos. Iraq no es la excepción, tampoco lo es Afganistán, como antes no lo fue Yugoslavia, Viet Nam y muchos países que se han visto agredidos por el imperio más poderoso de la tierra a través del tiempo.
Se asegura que en Iraq en los dos últimos años de agresión imperialista han muerto más de 100 mil civiles, cifra en verdad alarmante, máxime si se sabe que un gran porcentaje de los mismos son niños indefensos.
Todo esto ocurre a pesar de los esfuerzos que se hacen desde inicios de la pasada centuria para brindarle una adecuada protección a este grupo poblacional. En ese tiempo muchos gobiernos e instituciones han hecho declaraciones, firmado convenios y promulgado otros textos jurídicos para garantizar los derechos de los infantes a la vida, la educación y la salud.
La Liga de las Naciones aprobó en 1924 la Declaración de Ginebra sobre los derechos del niño. En 1949 se firmaron los Convenios de Ginebra y en 1977, sus Protocolos adicionales. En noviembre de 1989 la comunidad internacional ratificó, en Nueva York, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño.
Existe, sin embargo, una colosal diferencia entre las minuciosas disposiciones elaboradas por los expertos y la realidad de los infantes arrastrados por la vorágine de la guerra. El desprecio, la violación, el quebrantamiento de su derecho por parte de los combatientes y jefes militares que los asesinan para “conquistar el futuro”, contravienen las normas más elementales de humanismo y caridad.
Pero lo peor de todo, aun cuando se observan ciertos gestos solidarios, es la propensión de la sociedad, por pura negligencia, a tolerar tales comportamientos, cuando en realidad la humanidad toda debía levantar su voz a favor de los mismos, que no por ser las víctimas más pequeñas de un conflicto, son las más insignificantes.
Datos corroborados por este periodista reflejan que en tiempo de guerra la falta de alimentos, el sarampión, las enfermedades diarreicas y las infecciones pulmonares pueden causar la muerte del 50 al 95 por ciento de los menores de 5 años.
Otros informes indican que las minas también suponen un gran peligro para ellos, pues pueden resultar heridos mientras juegan. En Somalia, por ejemplo, las estadísticas demuestran que las tres cuartas partes de las víctimas de las minas fueron, y aún siguen siendo, los niños de entre 5 y 15 años, en tanto durante el conflicto yugoslavo dos pequeños ingresaban cada día víctimas de estos artefactos.
Violencia genera violencia. No es de extrañar entonces que en los propios Estados Unidos, niños asesinen a niños incentivados por un sistema que la promulga y promueve como un estilo de vida, un país en el cual la familia corre el riesgo constante de que le avisen del colegio donde tienen a su hijo, que un adolescente de su propia edad lo mató, sin otra razón que el odio visceral y desmedido que se les inculca a través de la televisión, el cine y otros medios.
¡Qué diferente es la vida de nuestros muchachos! ¡Cuánta tranquilidad se respira en los hogares cubanos donde cada uno de ellos tiene derecho a los alimentos, a la asistencia médica, a la cultura y a la educación!
Desdichadamente en la inmensa mayoría de los países, incluidos los más ricos, sucede todo lo contrario, aun cuando los niños encarnan el futuro y necesitan protección para poder crecer sanos y salvos.
Por eso es tan importante ponerles coto a los conflictos armados, internos o internacionales, tarea a la cual la humanidad toda debe dedicar sus máximos esfuerzos; mientras esto no ocurra, la supervivencia de los niños depende, en lo fundamental, de la capacidad de las instituciones humanitarias para asistirlos.
Hay que dar a los niños la posibilidad de sobrevivir y desempeñar su papel en la sociedad. En sus manos está el futuro de la humanidad.